Julio Mariñez Rosario
La desobediencia civil no es sinónimo de violencia. Dejemos claro esta afirmación para atajar cualquier intento de manipulación de parte de la claque reeleccionista que es experta en desvirtuar posiciones y, mediante el manejo y la saturación mediática, crear sombras de dudas intentando conformar una percepción negativa en la población.
Son técnicas utilizadas por los fascistas y ampliamente practicadas por los continuistas. De idéntica manera, no vamos a desarrollar la tesis originaria de Henry David Thoreau, quien se negó a pagar los impuestos en 1846, como protesta a la existencia de la esclavitud en Estados Unidos y la guerra con México. Vamos a tratar el tema en el marco de una “democracia constitucional”, como la nuestra, la que por sus deficiencias algunos teóricos llaman “casi democracia”, donde todos está en juego.
El pluralismo moderno resulta de los principios de legitimidad democrática. Es parte del Derecho Interamericano, como lo prueba la Carta Democrática suscrita en el marco de la OEA. Esta idea de legitimidad se orienta en la articulación de un acuerdo constitucional que formalice instituciones bien estructuradas que hagan realidad los principios de ciudadanía sobre bases igualitarias, modernas; de la posibilidad de participación de todos los ciudadanos en el gobierno y, especialmente, en la manera de ser gobernados.
A los gobiernos que trabajan para transformarse en regímenes autoritarios continuistas les conviene entender la desobediencia civil como contraria al derecho. Se apoyan en un sistema implantado usando medios ilegítimos, apuntalados por un ordenamiento legal caduco y atrasado, alejado totalmente de los principios de descentralización, participación, transparencia y eficiencia, que distinguen a un sistema político moderno.
Se le deja al ciudadano poco espacio para actuar en defensa de sus derechos, vulnerados día a día, tales como los atropellos de parte de funcionarios, al negar información oportuna y veraz, el ser sometido a reglamentaciones arbitrarias, el no recibir servicios públicos que garanticen calidad de vida, al no disponer de mecanismos para rechazar medidas infames por parte de la Administración Pública, entre otros.
Los adversarios de la desobediencia civil ubican el tema en el estricto marco del derecho, amparándose en un ordenamiento jurídico obsoleto, sobre el cual el país exige su reforma estructural, para dar paso a formas democráticas modernas.
La desobediencia civil debe colocarse en el campo de la democracia activa, participativa, como un principio defensivo de la ciudadanía frente a una situación que lacera los derechos fundamentales de los dominicanos.
La desobediencia civil no es la actuación de un individuo o de un grupo limitado de personas, es la expresión de una comunidad que surge cuando se ha convencido de que los canales normales, legales para el cambio positivo no funcionan porque han sido secuestrados por una claque continuista que paraliza el desarrollo democrático hacia la modernidad.
Es una manifestación frente a la acumulación de quejas que atormentan al ciudadano. Por otra parte, el gobierno de turno, cuestionado en su legitimidad y sobre el cual pesan graves dudas, se aferra a mantener en función, privilegios irritantes en favor de intereses particulares de la clase gobernante.
Históricamente la desobediencia civil ha dado sus frutos. El ejemplo de Gandhi o Martin Luther King son algunos. En América Latina se han experimentado con diversas formas que han obtenidos variados resultados.
Lo medular, lo cierto, es que a la hora de enfrentar un gobierno que se muestra todopoderoso, sin escrúpulos para utilizar los mecanismos y mantenerse ilegítimamente en el poder, la población no tiene otro camino que apelar a la desobediencia civil como forma de lucha para lograr una democracia moderna en la que la transparencia, la eficiencia y la participación sean los pilares sobre los cuales se sostenga el sistema político nacional.
Publicado en el Listín Diario, 08 de julio de 2008
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